El árbol de regalos

—¡Mamá, papá, corred, regalos, hay regalos!
—¡Un árbol, papá!
Los gritos de los niños llegaron desde el salón.
Él se levantó apresuradamente, aunque se detuvo bajo el umbral de la puerta, estupefacto al descubrir aquello. Ella le alcanzó segundos después e, incrédula, observó la escena.
Un tronco de árbol, de un metro de diámetro de manera aproximada, se alzaba firmemente encajado entre la tarima del suelo y el techo. Sin ramas, sin hojas, un tronco de gruesa corteza pintada de blanco anacarado. Rodeando su base, decenas de cajas de distintos tamaños, envueltas perfectamente en papel blanco brillante.
No habían todavía conseguido analizar el imposible significado de la situación cuando el hijo mayor cogió uno de los paquetes, de forma alargada, y comenzó a abrirlo.
—¡Puede ser una varita, papá!
Lo que almacenaba la caja era una tibia, un hueso con restos agarrados de lo que parecían ser músculo y tendones.
El niño apartó de sí la caja y buscó cobijó junto a su padre. La madre se lanzó a por el pequeño y lo llevó a su habitación.
—Vámonos de aquí, Pedro, vámonos ya, llamo a la policía, vestíos, ¡vámonos!

Pedro, mientras los niños se ponían la ropa, rodeó el árbol, pasando su mano por la corteza. ¿Cómo podría alguien haber metido en su salón, por la noche, semejante tronco?, pensó; no cabía por la puerta; ¿podrían haberles dormido para utilizar después algún tipo de grua y hacerlo subir por la terraza? ¿Con qué intención? Observó los paquetes hasta que cogió uno totalmente cuadrado, pequeño; quitó el papel y abrió la tapa de la cajita que albergaba. Dentro se encontraba un tubo transparente, relleno hasta la mitad con lo que parecía mercurio.
—¿Qué haces, Pedro?, ponte algo y sal ya, esperaremos a la policía abajo. Por favor, déjalo todo como está, vámonos.
Dejó el tubo y la caja junto al árbol y fue a vestirse. Su mujer, ya en la puerta, daba detalles por teléfono a la policía.

—¡Papá, el mío es bueno, mira!
El pequeño, al que le había bastado ponerse el chándal del día anterior, entró en la habitación de los padres sosteniendo un casco de skater. Estaba rozado y con las almohadillas interiores desgastadas por el uso. El padre lo cogió, desconcertado; dentro del casco, a la altura de la sujeción de la nuca llevaba marcadas las iniciales M. P.

—Por dios, ¡salid ya!
Se dirigieron todos a la puerta atendiendo al grito de la madre.
—Elisa, no has abierto el tuyo —le dijo él—. Faltas tú.
—Estás loco, Pedro. Son pruebas para la policía, ellos abrirán todos y nos dirán qué significa todo esto. No se trata de una broma.
—Pero todos hemos abierto el nuestro; hay muchos, será un momento. Todos hemos abierto uno, solo faltas tú.

Elisa dejó entreabierta la puerta de la casa, le entregó el móvil a su marido y se dirigió al salón seguida de las miradas de sus hijos. Rodeó el árbol completamente, sopesando con la mirada los distintos paquetes; vio uno del tamaño de una caja de zapatos. Lo recogió; pesaba bastante y estaba caliente. Dudó si abrirlo, algo dentro aún se movía.
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